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Sonrisas que se desbocan por inercia, entonaciones alegres que atraviesan las calles sin mirar. Prendas vivas y escuetas se ciñen a la piel, devolviendo las ganas de mirar y ser mirado. La sangre acelera su bombeo (que se calle el médico o que se una a la fiesta) mientras los pies buscan pretextos para inventar bailes. Y no suena música, ni falta que hace, porque estamos en Río de Janeiro. Y hay impulsos que llegan marcados desde la cuna, cerrados a cal y canto al pesimismo y otros males indudablemente extranjeros.

Y cómo puede ser de otro modo, si el sol del Atlántico te da la razón cada mañana. Eso debe pensar, desde su privilegiada posición el Cristo Corcovado, símbolo inapelable y bien querido de la ciudad. De 1931, es la estatua art decó más grande del mundo. Y nadie lo pone en duda sumando sus 30 metros. El mejor modo de acceder al monte es en teleférico, que entre sus rutas incluye la ascensión al Pan de Azúcar, donde se sostiene, cámara en mano, una de las vistas más hermosas de la ciudad, muy recomendable al atardecer.

Pero el verdadero Río de Janeiro se conoce en las calles, aún garantes de un pasado colonial, y hasta imperial, dado que tras la independencia de 1822 el país se autodefinió como imperio. Ahí están el palacio Itamarati o el Monasterio São Bento para atestiguarlo. En contraste quedan las llamativas vidrieras de la Catedral de São Sebastião, inaugurada en 1979. Y más pintorescos resultan los arcos de Lapa, un antiguo acueducto, hoy utilizado como viaducto para tranvía.

Privilegiada en su enclave natural, la ciudad de Río ofrece una pequeña muestra de sus posibilidades dentro del umbrío Jardín Botánico. Claro que, lo mejor espera, de nuevo, en la calle: el Parque Nacional de la Tijuca, la mayor selva urbana del mundo, que forma un frondoso oasis dentro de la ciudad.

Extrovertida, sensual y a ritmo de carnaval, así se mueve Río de Janeiro. Pero no todo es Sambódromo en la vida. Y Río también lo sabe, de vísceras adentro, desde el corazón de las favelas, zonas degradadas por la miseria y las balas, algunas de ellas encalladas dentro zonas turísticas. Por lo que en ningún momento se debe distraer la guardia ni la mirada sobre los bultos y carteras, ni en las zonas más turísticas, como las playas.

Y aquí viene el momento más esperado: la playa Copacabana, con su media luna cargada de cuatro kilómetros de arena. Llamada la 'Princesita del mar' desde la década dorada de los años 30, cuando los clubs se vestían de un glamour en blanco y negro, sólo desafiado por el trepidante color de los cócteles. Ahora es centro neurálgico de la ciudad, un continuo brotar de torsos morenos y bikinis tacaños en tela. Donde el agua de coco compite en puestos callejeros con bebidas de alcohol más encendido y las toallas, siempre tan interesadas, se arriman al sol que más calienta, que es siempre el de arriba. Y si no, por ahí también esperan las playas de Leblón o la mítica Ipanema, meciendo su embrujo femenino al suave ritmo de bossa nova.

Brasil es un país que ha asomado su cabeza en el panorama internacional, con un potencial envidiablemente musculado. No diremos que es destino de moda, porque las modas pasan. Pero Río se pone a punto para celebrar todo lo celebrable: Juegos Olímpicos de 2016 y el Mundial de Fútbol de 2014. Y ahí está, minuto de silencio, el estadio de Maracaná. Santuario reverenciado por todo aquel que haya cantado un gol en su vida, que es citar a medio planeta. 74.000 mil faringes en pie de guerra o de catarsis, rozando infartos con gustosa entrega: que se calle el médico o que se una. Y seguro no habrá bata blanca que no elija estar en la grada. Porque esto es Río de Janeiro y aquí el corazón está para gastarlo.


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